Cada mañana me levanto y me reviso la cara y el cuerpo de arriba a abajo. Me examino; detecto lo que no me gustaba y que ahora sí, lo que me gusta, lo que aprendí a aceptar aunque no me guste, lo que todavía no acepto porque no solo no me gusta sino que detesto de mi cuerpo. Tanta atención puesta en este pedazo de carne fibrosa, blanda, vulnerable y corruptible que el noventa por ciento del día me resulta de una extrañeza casi penosa de confesar. A mí me felicitan a veces porque  “renuncio a la belleza” Me quito la máscara de este desechable personaje que se supone soy yo misma, accedo a la belleza como nunca habría de hacerlo. Ni dedicando miles de horas al gimnasio para ver mi cuerpo bien moldeado he conseguido sentirme tan bella como cuando lleno cada línea de mi cara con una emoción verdadera. Nunca más bella que cuando mi cuerpo se vuelve una estación del arte. El arte es lo único que rescata la belleza de la prisión del prejuicio ubicándola en un lugar mucho más elevado. Por eso el veredicto de mi examen diario frente al espejo cada vez me preocupa menos aunque sigan sin gustarme las mismas cosas. La belleza es infinita y solo apreciada por un aspecto refinado del espíritu, el único capaz de percibir lo bello en lo imperfecto. Algo en mí debe haber evolucionado. Nunca pensé que dejar de apoco ser joven me brindaría tanta tranquilidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario