El televisor apagado es una promesa de milagro a primera vista. El televisor trae a mi hogar mundos remotos. Basta un toque del dedo en el control para establecer contacto con su fantasmagoría. Cumplimiento del anhelo antiguo de los brujos desnudos del principio con cascabeles en las pantorrillas y coronados de plumas. Ellos soñaron la comunicación a distancia: nosotros poseemos el sueño. Con un clic les basta a los ricos y a los pobres para apoderarse del milagro y precipitarse en su fascinación. En países pobres como este, hay hogares que carecen de una estufa. Pero son pocos los que no cuentan con la magia de un televisor.
A veces, llevada por la pereza del espíritu, dejo que mi dedo pulgar pulse la tecla convenida por el hábito universal. Pero entonces, el asombro del portento técnico se me cambia en vergüenza. El mundo es como es y no pueden ser otra cosa. Ni siquiera a los de farándula con sus chismografías de bodas entre traseros y divorcios de divas. Lo peor es que el invento complejo que transforma la luz en imagen, movimiento y sonido puede usarse para la futilidad de la telenovela. El hombre parece inferior a su hallazgo en la telenovela. El genio de la especie puesto al servicio del embaucamiento, la trivialidad y la sosería es un contrasentido.
Las telenovelas son un vicio planetario. A veces me detengo en esas historias insulsas. Y pienso que la guillotina hizo su siega en vano. Si esto es lo que pide la sensibilidad moderna, la vida es un experimento inútil. Este mercado de baratijas sentimentales y bajezas cuyos protagonistas visibles son un montón de galanes refinados en los gimnasios y las peluquerías, y un montón de mujeres de silicona que miman envidias y tirrias de histéricas vestidas con ropa prestada, reforzados por enjambres de ingenieros de sonido e imagen y de arrastra alambres y guionistas, productores y directores y maquilladores y las señoras de los refrigerios. Tanto desperdicio para reducir el drama del mundo a sus aspectos rastreros, a la órbita de las falsas emociones, de los vicios ridículos, de los sentimientos más bastos del caleidoscopio del corazón humano.
Con eso reemplazó la democracia moderna la hoguera arcaica de la charla viva entre gentes de carne y hueso o entre la carne y sus libros. La farsa de la telenovela es última expresión de una indigencia espiritual, el síntoma de una gran pérdida tal vez. El fin del principio de realidad y de un sentido de la belleza. Del drama, la tragedia y el sainete.
La humanidad se encoge con esa educación sentimental. En tiempos de Marx la religión era el opio del pueblo. Ahora el culebrón es el que achica el abanico de la sensibilidad en el sentimentalismo, en lo mezquino y lo superfluo, en el regodeo innecesario en los aspectos más deleznables de la sociedad. Y los hombres y las mujeres cada día se hacen más incapaces de sentir y pensar, de una vida propia.
Los noticieros son un efecto de las telenovelas. Una tribu que acepta esa clase de alimento solo puede producir fealdad, terror y desorden. Esta mierda que indagarán los historiadores del futuro con asco, asombro y compasión, si sobrevivimos a la banalidad
Hay una cosa positiva: la telenovela realiza la añorada igualdad de clases. A la hora de la telenovela las señoras y las sirvientas anulan sus diferencias, y confundidas en una sola masa psíquica coinciden en esa pobre imitación de la vida.